Los franceses ya no se hablan, pero tendrán que hacerlo
Los resultados de la reciente elección presidencial y de la última elección legislativa debilitan tanto al ejecutivo como al poder legislativo y conforman un panorama político de estancamiento. Los electores han negado su apoyo al régimen y también se niegan a aceptar sus decisiones. Desde 2005, los franceses han venido señalando todo lo que rechazan mientras que sus dirigentes ignoraban sus reclamos. Todos saben lo que habría que hacer para restaurar el país pero la mayoría de la clase política sólo busca “tener razón” en vez de ponerse al servicio del pueblo.
Después haber sido históricamente los precursores de los cambios políticos en Europa, los franceses han sorprendido a sus vecinos durante su reciente elección presidencial (el 10 y el 24 de abril) y en las elecciones legislativas realizadas el 12 y el 19 de junio.
Sólo un 47% de los electores acudieron a las urnas en la segunda vuelta de la elección legislativa, resultado muy sorprendente en un país como Francia, con una larga tradición de militantismo político.
El presidente Emmanuel Macron fue reelecto con el voto favorable de un 38% de los electores inscritos, pero sólo el 14% de los inscritos votaron después por los diputados favorables al presidente reelecto, obligándolo así a tener que dialogar con las diversas corrientes que se oponen a su política.
De hecho, la Asamblea Nacional, que ya había dejado de ser un foro de debate para transformarse en una simple cámara de resonancia de la voluntad presidencial, se ha convertido ahora en una “casa de los gritos” donde los diputados se interrumpen unos a otros, incluso insultándose. O sea, el poder ejecutivo no es el único que ha quedado en estado de coma. El poder legislativo también ha quedado inoperante.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿Cómo podría reconstruirse un régimen funcional?
LA DESTRUCCIÓN DE LAS INSTITUCIONES
En mi opinión, todo comenzó en 1986, con la nominación de un «secretario de Estado para los Derechos Humanos». Aunque aquello parecía una buena idea, en realidad equivalía a poner en tela de juicio las conquistas de la Revolución Francesa de 1789. Hasta aquel momento existía una diferencia entre la tradición francesa de los «Derechos del Hombre y del Ciudadano» y la tradición anglosajona de los «Derechos Humanos».
La tradición francesa garantiza los derechos de quienes se mueven en el mundo de la política mientras que la tradición anglosajona garantiza ciertos derechos con tal de que el Pueblo no se meta en el mundo de la política. La tradición francesa es emancipadora mientras que la anglosajona se limita a “poner orden” sin violencia.
Los franceses de hoy no saben que el libro más leído durante la Revolución Francesa de 1789 fue la obra que el anglo-estadounidense nacionalizado francés Thomas Paine dedicó a ese debate, que revela una diferencia fundamental entre la cultura francesa y la cultura anglosajona. Al aceptar la expresión «derechos humanos», los franceses renunciaron a su propio legado.
La segunda etapa fue la aceptación por Francia del Tratado de Lisboa, con lo cual se violó el «No» que los franceses habían emitido durante el referéndum de 2005 sobre el proyecto de Constitución de la Unión Europea. La clase dirigente francesa, consideró que al ignorar la voluntad expresada por sus conciudadanos garantizaría sus «derechos humanos», que los políticos eran los únicos que entendían la política y que eso justificaba el hecho de ignorar la voluntad del pueblo.
La tercera etapa, en 2018, fue la nueva interpretación que el Consejo Constitucional de Francia adoptó sobre la divisa de la República Francesa. La Constitución francesa se refiere, en efecto, al «ideal común de libertad, de igualdad y de fraternidad». Según los miembros del Consejo Constitucional francés, ese príncipe implica «la libertad de ayudar a otros, con un objetivo humanitario, sin entrar a considerar la regularidad de su estancia en el territorio nacional». Según esa interpretación, la fraternidad ya no es la hermandad de las armas de los revolucionarios de 1848 –que servía de basamento al sufragio universal– sino sólo una forma de caridad.
El lector debe entender que yo no cuestiono los derechos humanos, el Tratado de Lisboa ni el derecho a socorrer a los migrantes. Simplemente observo que, para justificar esas decisiones, abandonamos lo que constituía la base misma del contrato social francés. O, más bien, que nobles propósitos han sido utilizados para pisotear nuestro legado político.
LA EVOLUCIÓN DE LA CLASE POLÍTICA
Después de haber cometido esas traiciones, se contraje el volumen de la clase política francesa. Cincuenta años atrás, cuatro quintas partes de la ciudadanía se implicaba en la vida política francesa, hoy lo hace menos de la mitad de los electores inscritos.
Los electores inscritos que se abstienen no se conforman con expresar de esa manera su desprecio por la oferta electoral que se les pone delante. Rechazan también y sobre todo hacerse corresponsables de las decisiones que el régimen adopta. En efecto, en una democracia cada elector debe asumir como suyas las decisiones de la mayoría. Pero eso es posible únicamente si el conjunto de los ciudadanos respeta el contrato social.
Cuando hoy vemos al Estado francés enviando soldados al Sahel para proteger intereses neocoloniales o apoyando militarmente a un régimen racialista en Ucrania, comprobamos que hay un verdadero abismo entre lo que Francia hace como Estado y los nobles discursos de sus dirigentes.
SE REESCRIBE LA HISTORIA POLÍTICA RECIENTE
Para justificar la destrucción de los valores de la Revolución Francesa de 1789 y de la revolución de 1848, los responsables políticos y mediáticos han reescrito la historia reciente basándose en las apariencias, no en los hechos concretos.
Por ejemplo, en la más reciente campaña presidencial francesa pudimos oír a un candidato, que decía inspirarse en el ejemplo de Charles de Gaulle, afirmar –olvidando que hubo «gaullistas de izquierda»– que el general era de derecha y que siempre combatió a los comunistas y a la URSS. El hecho es que Charles de Gaulle organizó la resistencia contra la ocupación nazi apoyándose sobre todo en los comunistas. Posteriormente, en 1954, echó abajo el proyecto anglosajón que pretendía crear una «Comunidad Europea de Defensa», y lo hizo con los votos del Partido Comunista Francés (PCF). Charles de Gaulle también se apoyó en la izquierda para dar la independencia a Argelia, en 1962; recurrió nuevamente al respaldo de los obreros comunistas para crear una industria francesa de defensa y al de los diputados del PCF para sacar a Francia del Mando Integrado de la OTAN y expulsar la alianza atlántica del suelo francés. Finalmente, el PCF lo salvó en mayo de 1968.
Es cierto que Charles de Gaulle venía de la extrema derecha, pero siempre gobernó en función de los intereses de la Nación, en vez de hacerlo simplemente como un líder de derecha. En política interna combatió a los comunistas pero se apoyó en ellos para llevar adelante la política exterior de Francia. Participó en el desembarco aliado de Normandía pero lo consideró un intento anglosajón de colonizar Francia y siempre se negó a conmemorarlo. Charles de! Gaulle fue el único jefe de Estado occidental que se dirigió directamente a los pueblos de la URSS a través de la televisión soviética y siempre consideró a Rusia como un país europeo.
Durante la campaña electoral se dio por sentado que República era sólo lo contrario a la monarquía. En realidad, la República es gobernar en función del interés común mientras que la monarquía es un régimen que pone el poder en manos de un solo individuo designado por vía hereditaria o por un grupo de nobles. Eso quiere decir que es posible ser simultáneamente republicano y monárquico. Por ejemplo, el rey francés Enrique IV (1589-1610) se proclamó el primer «rey republicano de Francia» al garantizar la libertad de culto.
La libertad de culto estaba entonces lejos de ser una cuestión marginal en la medida en que constituye el origen mismo del laicismo. No lo es en cambio la ley de 1905 que instauró la separación entre las Iglesias y el Estado y que en realidad retomó la lucha de Felipe II de Francia (1180-1223) contra el papa. Utilizando como pretexto esta última ley, que en realidad es una falsificación, hoy se ha iniciado en Francia una guerra contra los ciudadanos de religión musulmana, asimilándonos a los partidarios de una política islámica. Es cierto que el propio Mahoma fue simultáneamente un ejemplo espiritual y un líder guerrero. Históricamente, la cultura árabe siempre ha mezclado la religión y la política. Pero no es ese el caso de la cultura francesa y nada justifica que hoy lo hagamos. Los musulmanes son ciudadanos como los demás mientras que los islamistas –quienes preconizan el islam político– son enemigos de la universalidad.
Un candidato, que comenzó denunciando con razón ciertos privilegios a los extranjeros, prosiguió después su campaña proponiendo conceder las prestaciones sociales no a las personas que ya han cotizado a la seguridad social sino según la nacionalidad de las personas. Esa muestra evidente de xenofobia fue inmediatamente castigada por el veredicto de las urnas. La población francesa es particularmente abierta a los demás pueblos, lo cual está ampliamente demostrado por el elevado por ciento de ciudadanos franceses que se casan con personas de otras nacionalidades.
También durante la campaña electoral, se presentó a Jean-Marie Le Pen y al partido que dirigió –el Frente Nacional, hoy Rassemblement national– como adversarios de la República. En efecto, en el Frente Nacional había numerosos dirigentes que participaron en el régimen de Philippe Petain y que lucharon contra la independencia de Argelia. Pero en 1998-1999, yo mismo obtuve la creación de una comisión parlamentaria encargada de investigar la posibilidad de que el Frente Nacional estuviese implicado en algún tipo de conspiración contra la República Francesa. Lo que descubrimos y comunicamos a la Asamblea Nacional fue muy diferente: Jean-Marie Le Pen era un agente de Jacques Foccart, el jefe de los servicios secretos gaullistas, y su misión era unificar todos los grupos de extrema derecha y garantizar que no intentaran nada que pudiese dañar la República.
El servicio de seguridad interna del Frente Nacional, cuyas siglas eran DPS, estaba en estrecho contacto con la Dirección de Protección y Seguridad de la Defensa (DPSD, hoy DRSD o Dirección de Inteligencia y Seguridad de la Defensa), un servicio secreto militar. El director del servicio de seguridad interna del Frente Nacional era al mismo tiempo el agente de seguridad personal de la segunda mujer del presidente Francois Mitterrand y de su hija Mazarine… y también era agente de los servicios secretos franceses –incluso estuvo implicado en la eliminación de yihadistas chechenos.
Por cierto, el presidente Francois Mitterrand no era el socialista que todo el mundo cree que fue. Tremendamente esquizofrénico, Francois Mitterrand compartía su tiempo entre dos familias paralelas: su familia oficial, con la esposa de izquierda que todos conocían públicamente, y una familia no oficial con su amante de extrema derecha [cuya existencia sólo se conoció públicamente después del fallecimiento del ex presidente. Nota del Traductor.]. Lo mismo sucedía con su actividad como presidente de la República: Francois Mitterrand había dividido su equipo presidencial de trabajo entre consejeros de izquierda y consejeros de extrema derecha. Por ejemplo, Francois de Grossouvre, uno de los más cercanos consejeros de Mitterrand, fue el creador del primer grupo del Klu Klux Klan en Francia entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Sólo estoy mencionando aquí una serie de hechos pasados pero muy simbólicos. Y también podría continuar este artículo recordando como Francia apoyó a los yihadistas contra Libia y contra Siria… y que hoy apoya a los racialistas banderistas en Ucrania. Todos esos hechos contradicen la imagen que los franceses tienen de sí mismos y de su país.
Los franceses no tienen conciencia de esos hechos… pero todos intuyen su existencia cuando conversamos con ellos.
Para desbloquear la situación actual es urgente que los franceses conversen entre sí sobre todo aquello que hoy dan por sentado cuando en realidad se trata cosas cuestionadas. Sólo unificando sus recuerdos en función de la realidad podrán los franceses construir su futuro. Mientras no lo hagan ya no serán ciudadanos sino simples consumidores preocupados sólo por su poder adquisitivo, divididos en comunidades separadas, un «archipiélago» según la fórmula de un sociólogo.
COMO ENFRENTAR LOS PROBLEMAS DEL PAÍS
Los franceses coinciden en que es urgente restaurar la autoridad del Estado y restablecer el nivel de la enseñanza obligatoria. Se trata, en ese caso, de medidas estructurales que exigen primeramente un consenso sobre el papel del Estado y, después, fuertes inversiones.
Mientras tanto es posible iniciar el trabajo sobre la dificultad más importante que el país atraviesa, como los demás Estados occidentales: el empobrecimiento de los trabajadores ante la increíble concentración de la riqueza en un grupo cada vez más reducido de personas. En este momento, la riqueza acumulada por las 5 mayores fortunas de Francia es equivalente a lo que poseen los 27 millones de franceses más pobres. Nunca, ni siquiera en la Edad Media, se vio tanta desigualdad. Y eso hace reduce todo proceso democrático al rango de vana ilusión.
La transformación sociológica que acabamos de ilustrar corresponde al fenómeno de la globalización económica, que no tiene absolutamente nada que ver con los progresos técnicos sino solamente con el imperialismo anglosajón. Por supuesto, resultará muy difícil desmantelar el conjunto de tratados internacionales que ha hecho posible ese proceso. Pero sí es posible, desde ahora, poner fin a esa evolución nefasta sometiendo todas las importaciones a las mismas reglamentaciones que los productos locales.
Por ejemplo, en Francia está prohibida la producción de carne proveniente de ganado tratado con hormonas… pero es legal importar ese tipo de carne y venderla a un precio inferior al de la carne que se produce localmente.
¿Quieren otro ejemplo? En Francia está prohibido hacer que un niño trabaje 10 horas diarias… pero es legal importar productos textiles fabricados por niños que trabajan más de 10 horas diarias y también es legal venderlos mucho más barato que los productos locales.
Todo el mundo está de acuerdo con esos principios, lo que falta es ponerlos en aplicación.
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