El 31 de enero de 2022, mientras se hablaba de una posible intervención militar rusa, el secretario del Consejo de Seguridad Nacional y Defensa ucraniano, Oleksiy Danilov, lanzaba un desafío a Alemania, Francia, Rusia y al propio Consejo de Seguridad de la ONU al declarar:
«El respeto de los acuerdos de Minsk significa la destrucción del país. Cuando se firmaron, bajo la amenaza armada de los rusos –y bajo la mirada de los alemanes y los franceses– ya estaba claro para todas las personas racionales que era imposible poner en aplicación esos documentos.» [1]
Siete años después de aquella firma, la cifra de ucranianos muertos a manos del gobierno de Kiev ya era de 12 000 personas (según Kiev) mientras que la Comisión Investigadora rusa contabilizaba más de 20 000 muertos.
Sólo entonces, Moscú inició una «operación militar especial» contra los elementos ucranianos que se identifican a sí mismos como «nacionalistas integristas», mientras que el gobierno ruso los señala como «neonazis».
Desde el inicio de su operación especial, Moscú precisó que las tropas rusas se limitarían a socorrer a los pobladores del Donbass y a «desnazificar» Ucrania, no a ocuparla.
A pesar de esa clarificación sobre los objetivos rusos, las potencias occidentales acusaron a Rusia de tratar de tomar Kiev, de querer derrocar al presidente Volodimir Zelenski y de proponerse anexar Ucrania. Ya hoy es evidente que las fuerzas rusas no han hecho absolutamente nada de eso. Sólo después de que uno de los negociadores ucranianos, Denis Kireev, fue ejecutado por el SBU –el servicio de seguridad de Ucrania– y de que el presidente Zelenski suspendiera las negociaciones con Moscú, el presidente ruso Vladimir Putin anunció un endurecimiento de las exigencias rusas. Desde aquel momento, la Federación Rusa reclama la «Novorossia», o sea el sur de Ucrania –territorio históricamente ruso desde los tiempos de la zarina Catalina II (Catalina la Grande), con excepción de un periodo de 33 años.
Es importante entender que si Rusia esperó 7 años antes de tomar la iniciativa, no fue porque Moscú fuese insensible a la masacre contra los pobladores rusoparlantes del Donbass sino porque estaba preparándose para enfrentar la previsible respuesta occidental. Según la citación clásica del ministro de Exteriores del zar Alejandro II, el príncipe Alexander Gorchakov:
«El Emperador está decidido a dedicar, preferentemente, sus esfuerzos al bienestar de sus súbditos y a concentrar, en el desarrollo de los recursos internos del país, una actividad que sólo iría más allá de las fronteras cuando los intereses positivos de Rusia así lo exijan absolutamente. A Rusia se le reprocha aislarse y guardar silencio ante hechos que no se corresponden con el derecho ni con la equidad. Rusia nos pone mala cara, dicen. Rusia no pone mala cara. Rusia se recoge.»
Esta operación policial ha sido calificada de «agresión» por las potencias occidentales. Subiendo de tono, se ha descrito a Rusia como una «dictadura» y su política exterior se tacha de «imperialismo». Parece que nadie ha leído el Acuerdo de Minsk II, a pesar de que ese documento recibió la validación del Consejo de Seguridad de la ONU. En una conversación telefónica entre el presidente Putin y el presidente de Francia Emmanuel Macron –conversación divulgada por los servicios de la presidencia francesa– el jefe de Estado francés expresa abiertamente su desinterés por la suerte de la población del Donbass, o sea su desprecio por el Acuerdo de Minsk II.
Ahora, los servicios secretos occidentales corren en auxilio de los «nacionalistas integristas» ucranianos (los «neonazis», según la terminología rusa) y, en vez de buscar una solución pacífica, lo que hacen es tratar de destruir la Federación Rusa desde adentro [2].
A la luz del Derecho Internacional, Moscú no hace otra cosa que aplicar la resolución que el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó en 2015. Puede reprochársele lo brutal de sus medios, pero ciertamente no puede decirse que haya actuado con precipitación (después de una espera de 7 años) ni que su actuación sea ilegítima (tiene el respaldo de la resolucion 2202 del Consejo de Seguridad de la ONU).
De hecho, los presidentes Petro Porochenko, Francois Hollande, Vladimir Putin y la canciller alemana Angela Merkel se habían comprometido, en una declaración común anexa a la resolución, a hacer lo mismo. Si alguna de las potencias representadas por esos dirigentes hubiese intervenido antes, habría podido elegir otras formas de actuación… pero ninguna lo hizo.
Si hubiese actuado de manera lógica, el secretario general de la ONU habría tenido que llamar al orden a los miembros del Consejo de Seguridad para que no condenaran la operación rusa, cuyo principio habían aceptado 7 años antes –cuando aprobaron la resolución 2202. Tendría que haberlos exhortado más bien a determinar las modalidades de la intervención. Pero no lo hizo sino que, por el contrario, saliéndose de su papel y poniéndose del lado del sistema unipolar, el secretario general acaba de impartir a todos los altos funcionarios de la ONU en teatros de operaciones una instrucción oral para que no se reúnan con diplomáticos rusos.
No es la primera vez que el secretario general de la ONU infringe los estatutos de las Naciones Unidas. Durante la guerra contra Siria, el secretario general de la ONU redactó unas 50 páginas sobre una renuncia del gobierno sirio, dando por sentado que habría que privar a los sirios de su soberanía popular y “desbaasificar” el país. Aquel texto del secretario general de la ONU nunca llegó a publicarse, pero nosotros lo analizamos con espanto en este sitio web.
En definitiva, el enviado especial del secretario general de la ONU en Damasco, Staffan de Mistura, se vio obligado a firmar una declaración donde reconocía que aquel texto carecía de valor legal. Pero la instrucción del secretariado general de la ONU que prohíbe a los funcionarios de Naciones Unidas participar en la reconstrucción de Siria [3] sigue estando en vigor. Es precisamente esa instrucción lo que mantiene paralizado el regreso de los refugiados sirios a su tierra natal, en contra de la voluntad no sólo de Siria sino también de Líbano, Jordania y Turquía.
Durante la guerra de Corea, Estados Unidos aprovechó la política soviética del escaño vacío para imponer su guerra bajo la bandera de la ONU (en aquella época la República Popular China no era miembro del Consejo de Seguridad). Hace 10 años, Estados Unidos utilizó el personal de la ONU para desarrollar una guerra total contra Siria. Actualmente, Estados Unidos va todavía más lejos haciéndola tomar posición contra un miembro permanente del Consejo de Seguridad.
Después de haberse convertido, en tiempos de Kofi Annan, en un ente al servicio de las transnacionales, la ONU de Ban Ki moon y de Antonio Guterres es simplemente un anexo del Departamento de Estado.
Rusia y China saben, como los demás Estados, que la ONU ya no cumple sus funciones. Al contrario, la ONU está agravando las tensiones y participa en guerras –al menos en Siria y en el Cuerno Africano. Ante ese nuevo contexto, Moscú y Pekín están desarrollando nuevas instituciones.
Rusia ya no dirige sus esfuerzos hacia las estructuras heredadas de la Unión Soviética, como la Comunidad de Estados Independientes (CEI) o la Comunidad Económica Euroasiática, ni siquiera hacia la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, tampoco hacia las heredadas de los tiempos de la guerra fría, como la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). La Federación Rusa se concentra actualmente en lo que puede definir los contornos de un mundo multilateral.
En primer lugar, la Federación Rusa está poniendo de relieve las acciones económicas de los países del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), acciones que Rusia no reivindica como propias sino como esfuerzos comunes en los que participa. Trece Estados ya esperan unirse al BRICS, aunque ese grupo no se ha declarado abierto a adhesiones. A pesar de ello, el poder del BRICS ya es superior al del G7. La razón es muy simple, el BRICS actúa mientras que el G7 lleva años haciendo declaraciones sobre las grandes cosas que va a hacer, pero que no acaban de concretarse, mientras que sus dirigentes se dedican a criticar a quienes no están presentes para defenderse.
Lo más importante es que Rusia está estimulando una mayor apertura y una profunda transformación de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS). Hasta ahora, la OCS era sólo una estructura de contacto entre los países del Asia Central, alrededor de Rusia y China, creada en aras de contrarrestar y prevenir los desórdenes que los servicios secretos anglosajones trataban de fomentar en esa parte del mundo. Poco a poco esa estructura ha permitido que sus miembros se conozcan mejor entre sí y estos han extendido sus trabajos a otras cuestiones comunes. Además, la OCS se ha ampliado, concretamente con la adhesión de la India, Pakistán e Irán. De hecho, la OCS encarna actualmente los principios enunciados en Bandung, basados en la soberanía de los Estados y en la negociación, frente a los que propugna Occidente, basados en la conformidad con la ideología anglosajona.
Occidente parlotea mientras que Rusia y China avanzan. Y escribo que “parlotea” porque las potencias occidentales siguen creyendo que sus gestos pomposos serán de alguna manera eficaces.
Cegados por esa creencia, Estados Unidos, Reino Unido y, después, la Unión Europea y Japón adoptaron contra Rusia medidas económicas muy duras. No se atrevieron a decir que estaban iniciando una guerra tendiente a conservar su propia autoridad sobre el mundo y anunciaron esas medidas utilizando el término «sanciones», aunque no hubo tribunal, alegato de parte de los “acusados” ni sentencia. Por supuesto, en realidad son sanciones ilegales ya que fueron adoptadas fuera de las instancias de las Naciones Unidas. Pero los occidentales, que se autoproclaman defensores de «reglas internacionales», no están realmente interesados en respetar el Derecho Internacional.
Por supuesto, el derecho al veto, prerrogativa de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU impide la adopción de sanciones contra uno de ellos. Pero es así precisamente porque el objetivo de las Naciones Unidas no era alinearse tras la ideología anglosajona sino preservar la paz mundial.
Ahora regreso al asunto principal: Rusia y China están avanzando, pero lo hacen a un ritmo muy diferente al de los occidentales. Transcurrieron 2 años entre el compromiso de Rusia de intervenir en Siria y el despliegue de soldados rusos en ese país. Rusia utilizó esos 2 años para terminar de preparar las armas que garantizaron su superioridad en el campo de batalla. En el caso de Ucrania, hubo un periodo de 7 años entre el compromiso ruso contraído en Minsk II y el inicio de la «operación militar especial» en el Donbass, 7 años que Rusia utilizó para prepararse a contrarrestar las sanciones económicas de Occidente.
Es por eso que las «sanciones» no han logrado poner de rodillas la economía rusa sino que, por el contrario, están afectando duramente a quienes las decretaron. Los gobiernos de Alemania y Francia están enfrentando ya graves problemas en el sector de la energía, al extremo que ciertas fábricas ya están trabajando a media máquina y están en peligro de verse obligadas a cerrar.
Mientras tanto, la economía rusa está en plena expansión. Después de vivir 2 meses pendiente de sus reservas, Rusia ha pasado a una etapa de abundancia. Los ingresos del tesoro ruso se ham incrementado en un 32% durante el primer semestre de este año [4].
El rechazo occidental al gas ruso no sólo se tradujo en un alza de los precios en beneficio del primer exportador mundial –que es Rusia– sino que además esa contradicción con el discurso liberal asustó a los demás Estados consumidores, que naturalmente se volvieron –para garantizar su consumo– hacia Moscú.
China, el coloso que los occidentales se empeñan en presentar como un vendedor de chatarra que sume sus presas en una espiral de endeudamiento, acaba de anular la mayoría de las deudas que 13 Estados africanos habían contraído con Pekín.
Oímos a diario los nobles discursos occidentales y sus acusaciones contra Rusia y China. Pero también comprobamos a diario, si nos detenemos en los hechos, que la realidad es lo contrario de lo que nos dicen.
Por ejemplo, Occidente nos explica, sin pruebas, que China es una «dictadura» y que ha «encarcelado un millón de uigures». Aunque no disponemos de estadísticas recientes, todos sabemos que en China hay menos presos que en Estados Unidos –a pesar de que Estados Unidos está 4 veces menos poblado que China. También nos dicen que en Rusia se persigue a los homosexuales… pero vemos que en Moscú hay discotecas gays más grandes que en Nueva York.
La ceguera de Occidente conduce a situaciones ridículamente absurdas en las que los dirigentes occidentales ya ni siquiera perciben el impacto de sus propias contradicciones.
Por ejemplo, el presidente francés Emmanuel Macron acaba de visitar Argelia. Está tratando de reconciliar los dos países… de comprar gas para contrarrestar la escasez que él mismo ha contribuido a provocar. Macron sabe que llega demasiado tarde –después de que sus “aliados” (Italia y Alemania) ya hicieron sus propias compras– pero se empeña en creer, erróneamente, que el principal problema franco-argelino es la colonización. Macron no ve que es imposible que Argelia confíe en Francia porque Francia apoya precisamente a los peores enemigos de Argelia –los yihadistas de Siria y del Sahel. Macron es incapaz de ver el vínculo entre su ausencia de relaciones con Siria, la reciente expulsión de las tropas que Francia había desplegado en Mali [5] y la frialdad de su recibimiento en Argelia.
Es cierto que los franceses no conocen realmente a los yihadistas. Acaban de cerrar, como el más sonado del siglo, el juicio sobre los atentados perpetrados en París el 13 de noviembre de 2015, sin haber sido capaces de plantear la cuestión de los apoyos estatales a los yihadistas. De esa manera, en vez de mostrar su sentido de la justicia, los franceses han demostrado su propia cobardía. Se han mostrado aterrorizados por un puñado de yihadistas, mientras que Argelia ha luchado contra decenas de miles durante su guerra civil y sigue enfrentándolos ahora en el Sahel.
Mientras Rusia y China avanza, Occidente ni siquiera mantiene sus posiciones sino que retrocede. Y seguirá cayendo mientras no logre clarificar su política, mientras no ponga fin a su doble rasero moral y mientras no renuncie a su doble juego.
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