Cómo parar la marcha hacia la guerra

El conflicto ucraniano está convirtiéndose en una guerra en la que Occidente ‎se enfrenta a Rusia y China. Cada bando está convencido de que el otro quiere ‎destruirlo y el miedo es muy mal consejero. Sólo será posible preservar la paz si ‎cada bando es capaz de reconocer sus errores. Tendrá que lograrse un cambio radical ‎porque hoy las acciones rusas y el discurso occidental no corresponden a la realidad. ‎

Ningún dirigente político quiere una guerra en su territorio. Cuando las guerras llegan a desatarse ‎es, generalmente, bajo el efecto del miedo. Con razón o sin ella, cada bando teme al de ‎enfrente. Por supuesto, siempre hay individuos que empujan hacia el precipicio, pero son ‎fanáticos y extremadamente minoritarios. ‎

Esa es exactamente la situación actual. Rusia está convencida, con razón o no, de que Occidente ‎quiere destruirla. Occidente está idénticamente convencido de que Rusia ha iniciado una campaña ‎imperialista que acabará destruyendo sus libertades. Mientras tanto, en la sombra, un pequeño ‎grupo de individuos, los straussianos, desean que se llegue al enfrentamiento. ‎

Eso no significa que la Tercera Guerra Mundial va a comenzar mañana. Pero si ningún dirigente ‎político cambia radicalmente su política exterior estaremos caminando directamente hacia ‎el abismo y habremos de prepararnos para el caos más absoluto. ‎

En aras de disipar malentendidos, tenemos que escuchar la narración de los dos bandos. ‎

Moscú estima que el derrocamiento del presidente democráticamente electo en Ucrania Viktor ‎Yanukovich fue un golpe de Estado orquestado por Estados Unidos. Este es el primer punto de ‎divergencia ya que Washington interpreta aquel derrocamiento como una «revolución», la ‎‎«revolución del EuroMaidan» o de la «dignidad», aunque ocho años después numerosos ‎testimonios occidentales demuestran la implicación del Departamento de Estado, de la CIA y de ‎la NED de Estados Unidos, así como la de Polonia, Canadá y finalmente de la OTAN. ‎

Los pobladores de Crimea y del Donbass rechazaron entonces el nuevo poder instaurado en Kiev, ‎plagado de «nacionalistas integristas», sucesores de quienes habían colaborado con los nazis ‎durante la Segunda Guerra Mundial. ‎

La población de Crimea, que desde la disolución de la URSS ya había votado, por vía de ‎referéndum, a favor del regreso a la nueva Rusia independiente –el referéndum en Crimea ‎tuvo lugar incluso un mes antes de que el resto de la antigua República soviética de Ucrania ‎se pronunciara sobre su propia independencia–, volvió a optar, en un nuevo referéndum, por su ‎reintegración a la Federación Rusa. ‎

Durante 4 años, Rusia y Ucrania reclamaron la posesión de la península de Crimea. Rusia recordó ‎al mundo que entre 1991 y 1995 no fue Kiev sino Moscú quien garantizó el pago de las ‎jubilaciones y los salarios de los funcionarios en Crimea. De hecho, Crimea seguía siendo rusa ‎a pesar de ser considerada parte de Ucrania. Fue en definitiva el presidente ruso Boris Yeltsin ‎quien, ante una situación de grave crisis económica, abandonó Crimea. Pero Crimea votó ‎entonces una Constitución que reconocía su autonomía en el seno de Ucrania, algo que Kiev ‎nunca aceptó. En 2014, el segundo referéndum realizado en Crimea arrojó nuevamente un voto ‎aplastante de la población de la península a favor del regreso a la Federación Rusa, reclamo que ‎Rusia aceptó. Para fortalecer la continuidad de su territorio, Rusia construyó un largo puente que ‎conecta su metrópoli con la península de Crimea a través del Mar de Azov, “privatizando” ‎de hecho ese pequeño mar. ‎

Crimea alberga el puerto de Sebastopol, de altísima importancia para la marina de guerra rusa. ‎La península, que nada era en 1990, volvió a convertirse en una potencia en 2014. ‎

Occidente reconoció el referéndum realizado en Ucrania en 1990. Pero no reconoce el que ‎realizó Crimea en 2014, a pesar de que el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos ‎también se aplica a la población de esa península. Occidente señala que había en Crimea ‎numerosos soldados rusos que no portaban las insignias de su ejército, lo cual es cierto. Pero los ‎resultados de los referéndums realizados en la península, en 1990 y en 2014, fueron ‎sensiblemente similares, lo cual excluye toda sospecha de fraude. ‎

Para remachar su no aceptación de lo que tildaba de «anexión», Occidente adoptó sanciones ‎contra Rusia, sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. Esas sanciones violan ‎la Carta de la ONU, documento donde se estipula que sólo el Consejo de Seguridad tiene la ‎prerrogativa de adoptar sanciones contra los Estados. ‎

Los oblast de Donetsk y de Lugansk también rechazaron el régimen surgido del golpe de Estado ‎de 2014, proclamaron su autonomía y asumieron el papel de la resistencia frente a los «nazis» ‎de Kiev. Ver a los «nacionalistas integristas» como «nazis» es algo históricamente justificado ‎pero que no permite que los no ucranianos puedan entender lo que sucede. ‎

El «nacionalismo integral» fue creado en Ucrania por Dimitro Dontsov al principio del siglo XX. ‎Dontsov, inicialmente un filósofo de izquierda, se deslizó poco a poco hacia la extrema derecha. ‎Durante la Primera Guerra Mundial, Dontsov fue agente remunerado del II Reich, antes de ‎participar en el gobierno ucraniano de Simón Petliura, surgido durante la Revolución Rusa ‎de 1917. Durante el breve periodo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, Dontsov ejerció ‎una especie de magisterio entre la juventud ucraniana y se convirtió en propagandista del ‎fascismo y, después, del nazismo. Se convirtió también en un antisemita furibundo y aconsejaba la ‎liquidación de los judíos mucho antes de que esa posibilidad recibiese el apoyo de las autoridades ‎nazis, que antes de 1942 sólo hablaban de “expulsión”. ‎

Durante la Segunda Guerra Mundial, Dimitro Dontsov no quiso encabezar la Organización de ‎Nacionalistas Ucranianos (OUN), cuya dirección confió a su discípulo Stepan Bandera, con ‎Yaroslav Stetsko como segundo al mando. Casi todos los documentos sobre la actividad de ‎Dontsov dentro del nazismo fueron destruidos. Se ignora lo que hizo durante la guerra, sólo ‎se conoce su activa participación en el Instituto Reinhard Heydrich, luego del atentado que costó ‎la vida de ese dirigente nazi. Pero los diarios de ese órgano antisemita demuestran la importante ‎implicación de Dontsov. ‎

Al terminar la guerra, Dimitro Dontsov huyó a Canadá –bajo la protección de los servicios secretos ‎anglosajones– y más tarde se instaló en Estados Unidos. Al final de su vida, Dontsov seguía ‎siendo tan virulento como antes y había adoptado una forma de misticismo vikingo, predicando el ‎enfrentamiento final contra los «moscovitas». Actualmente, los libros de Dimitro Dontsov, ‎sobre todo el que se titula Nacionalismo, son lectura obligatoria para los miembros de los grupos paramilitares ucranianos, principalmente para los elementos del Regimiento Azov. Durante ‎la Segunda Guerra Mundial, los «nacionalistas integristas» ucranianos masacraron al menos a ‎‎3 millones de sus compatriotas ucranianos. ‎

Washington hace una lectura diferente de todo lo anterior. Visto desde Washington, los ‎‎«nacionalistas integristas» cometieron errores… pero luchaban por su independencia frente a ‎los nazis y también contra los bolcheviques rusos. Se justifica así que la CIA haya dado albergue a ‎Dimitro Dontsov en Estados Unidos y que también haya dado empleo a Stepan Bandera en Radio ‎Free Europe (Radio Europa Libre). Y aún más se justifica haber creado la Liga Anticomunista ‎Mundial alrededor del primer ministro que los nazis impusieron en la Ucrania ocupada, Yaroslav ‎Stetsko, y del jefe de la oposición anticomunista china, Chiang Kai-shek. También según ‎Washington, hoy todo eso es “cosa del pasado”. ‎

En 2014, con el presidente Petro Porochenko, Kiev cortó toda ayuda a los «moscovitas» del ‎Donbass. Dejó de pagar las jubilaciones de sus conciudadanos y los salarios de sus funcionarios, ‎prohibió la lengua rusa –idioma de la mitad de los ucranianos– y emprendió operaciones militares ‎punitivas contra los «subhumanos» del Donbass, con un saldo 5 600 muertos y 1,5 millones de ‎desplazados en sólo 10 meses. Ante esos horrores, Alemania, Francia y Rusia impusieron los ‎Acuerdos de Minsk, que tenían como objetivo hacer que Kiev volviese a la razón y proteger a los ‎pobladores del Donbass. ‎

Luego de haber comprobado que la aplicación de los primeros acuerdos no se concretaba, ‎Rusia logró que el Consejo de Seguridad de la ONU diera su aval al Acuerdo Minsk 2. Esa es la ‎resolución 2202 que el Consejo adoptó por unanimidad. ‎

Al explicar su voto favorable a esa resolución, Estados Unidos desarrolló su lectura de aquel ‎momento. Para Washington, los pobladores rusoparlantes del Donbass sólo eran «separatistas» ‎con apoyo militar de Moscú. Así que Estados Unidos afirmó que el acuerdo Minsk 2 (firmado el ‎‎12 de febrero de 2015) no reemplazaba los primeros acuerdos de Minsk (firmados el 5 y el 19 de ‎septiembre de 2014). Estados Unidos exigía entonces que Rusia retirase los soldados ‎sin uniforme que había desplegado en el Donbass. Alemania y Francia hicieron agregar una ‎declaración común, con Rusia como cofirmante, que garantizaba la aplicación «obligatoria» de ‎aquel conjunto de «compromisos». ‎

Sin embargo, poco después el presidente ucraniano Porochenko declaró que no tenía intenciones ‎de aplicarlos los acuerdos de Minsk y reinició las hostilidades contra los rusoparlantes ‎‎(ucranianos) del Donbass, política que también adoptó después el gobierno del presidente ‎Zelenski. Durante los 7 años posteriores a la adopción de la resolución 2202 fueron asesinados ‎otros 12 000 pobladores del Donbass –según las cifras de Kiev– o 20 000, según Moscú. ‎

En todo ese tiempo Moscú se abstuvo de intervenir. El presidente Vladimir Putin no sólo retiró ‎las tropas rusas sino que además prohibió a un oligarca el envío de mercenarios en apoyo a los ‎pobladores del Donbass, que quedaron así abandonados a su suerte por los garantes de los ‎acuerdos de Minsk y por los demás miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. ‎

En el funcionamiento político ruso se espera a estar en condiciones de hacer las cosas antes de ‎anunciarlas. Moscú guardaba silencio pero se preparaba para lo que vendría después. Siendo ya ‎objeto de las sanciones adoptadas desde el regreso de Crimea a la Federación Rusa, Moscú sabía ‎que Occidente recrudecería esas sanciones cuando Rusia decidiera intervenir para concretar la ‎aplicación de la resolución 2202. Así que los dirigentes rusos entraron en contacto con otros ‎Estados que también eran objeto de sanciones, principalmente con Irán, para burlar las sanciones ‎que ya existían contra Rusia y prepararse para burlar también las que seguramente vendrían. ‎Quienes suelen viajar a Rusia pudieron observar que el gobierno encabezado por Putin estaba ‎desarrollando la autosuficiencia en materia de alimentación, incluyendo la producción de carne y ‎queso, hasta entonces deficiente. Rusia se acercó a China en el sector de la actividad bancaria –‎lo cual nosotros interpretamos entonces, erróneamente, como una simple iniciativa contra el ‎dólar estadounidense. En realidad, Rusia estaba preparándose para su futura exclusión del ‎sistema [de pagos interbancarios] SWIFT.‎

Cuando el presidente Putin ordenó la intervención en Ucrania, precisó claramente que no estaba ‎declarando una “guerra” para anexar el país sino que estaba emprendiendo una «operación ‎militar especial» en virtud de los compromisos contraídos en la resolución 2202 y de la ‎‎«responsabilidad de proteger» a las poblaciones civiles del Donbass. ‎

Conforme a lo previsto, Occidente reaccionó con la adopción de sanciones económicas que ‎afectaron duramente la economía rusa… durante 2 meses. Después de aquel primer impacto, las “sanciones” más bien han resultado ventajosas para Rusia, que ya se había preparado para ‎enfrentarlas con mucha antelación. ‎

En el plano militar, las potencias occidentales enviaron a Kiev grandes cantidades de armamento, ‎antes de desplegar en Ucrania consejeros militares y cierta cantidad de fuerzas especiales. ‎Las tropas rusas enviadas, con una cantidad de efectivos 3 veces inferior a los del ejército ‎ucraniano, comenzaron a tener dificultades y Moscú acaba de decretar ahora una movilización ‎parcial para enviar efectivos frescos sin debilitar su defensa nacional. ‎

La OTAN, por su parte, ha ideado un dispositivo tendiente a movilizar un grupo central de Estados ‎y, simultáneamente, un grupo ampliado de sus socios más lejanos. Probablemente se trata de ‎‎“repartir” el esfuerzo financiero entre la mayor cantidad posible de “socios” hasta agotar a Rusia. ‎

Moscú respondió anunciando, con la mayor claridad, que si Occidente va un poco más allá, ‎Rusia no vacilará en recurrir a sus nuevas armas. ‎

Las fuerzas armadas de Rusia y China ya dominan la tecnología de los vectores hipersónicos, que ‎siguen siendo una tarea pendiente para las potencias occidentales. Moscú y Pekín ya están en ‎condiciones de destruir cualquier objetivo, en cualquier lugar del planeta y en cuestión de minutos. ‎Sus misiles hipersónicos son actualmente imparables y ese desequilibrio se mantendrá como ‎mínimo hasta el año 2030, según reconocen los generales estadounidenses. ‎

Rusia ya señaló que los blancos prioritarios serían el ministerio británico de Exteriores –que ‎Moscú ve como la cabeza pensante de sus enemigos– y el Pentágono estadounidense –al que ‎considera el brazo armado de Occidente. Si decidiesen atacar, las fuerzas armadas de Rusia y ‎de China destruirían previamente los satélites CS3 de Estados Unidos que garantizan las ‎comunicaciones estratégicas. En sólo horas esos satélites quedarían imposibilitados de guiar los ‎vectores nucleares y la respuesta de Occidente se vería simplemente paralizada. En esas ‎condiciones, no queda mucho espacio para las dudas sobre el resultado del conflicto. ‎

Vale la pena señalar que cuando Moscú menciona la posibilidad de recurrir a su arsenal nuclear, ‎no habla de utilizar bombas atómicas como las que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima ‎y Nagasaki sino de armas tácticas destinadas a destruir pequeños objetivos muy bien definidos ‎‎–como la sede del ministerio de Exteriores británico o el Pentágono. Por consiguiente, están ‎de más las declaraciones grandilocuentes del presidente Biden sobre el riesgo que, según él, ‎se cierne sobre el mundo. ‎

En todo caso,‎ el enfrentamiento no es totalmente imposible. En Estados Unidos, los ‎discípulos del filósofo Leo Strauss –los llamados «straussianos»–‎, un grupo muy reducido de ‎políticos no electos, están decididos a provocar el apocalipsis. Estiman que Estados Unidos ya ‎no podrá dominar el mundo, pero que todavía está en condiciones dominar a sus aliados y que ‎para eso el imperio estadounidense no debe vacilar en sacrificar a los “aliados”. Según la lógica ‎de los straussianos, si los aliados sufren más que Estados Unidos, Estados Unidos seguirá ‎predominando sobre sus aliados ya que seguirá siendo «el primero», aunque no sea el mejor. ‎

Como en todos los conflictos, la gente tiene miedo y ciertos individuos la empuja hacia la guerra. ‎

Rusia acaba de organizar 4 referéndums de autodeterminación y sobre el regreso a la Federación ‎Rusa en las 2 repúblicas populares del Donbass y en 2 oblast de la Novorossiya. Las potencias ‎del G7, cuyos ministros de Exteriores estaban participando en la apertura de la Asamblea General ‎de la ONU, en Nueva York, reaccionaron de inmediato denunciando esos referéndums como ‎consultas inaceptables por realizarse en medio de una situación de guerra, una opinión muy ‎discutible. Luego afirmaron que se trataba de una violación de la soberanía de Ucrania, de su ‎integridad territorial y de la Carta de la ONU, pero eso es falso. Por definición, el derecho de ‎los pueblos a disponer de sí mismos no contradice la soberanía ni la integridad territorial del ‎Estado del que esos pueblos pueden separarse, si así lo desean. Además, todos los miembros del ‎G7 –menos Japón– son firmantes del Acta Final de Helsinki, donde se comprometen a defender ‎esos principios. ‎

Es particularmente desagradable ver como el G7 interpreta el derecho según su conveniencia, ‎sobre todo cuando se trata del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. Por ejemplo:
La Asamblea General de la ONU condenó la ocupación ilegal del archipiélago de Chagos ‎por parte del Reino Unido y ordenó que ese territorio fuese restituido a la República de Mauricio, ‎a más tardar el 22 de octubre de 2019. No sólo esa restitución no se ha concretado sino que ‎además una de las islas del archipiélago de Chagos –la isla Diego García– sigue estando en manos ‎de Estados Unidos, país que paga por ella un “alquiler” al Reino Unido para mantener allí la mayor ‎base militar estadounidense en el Océano Índico.
También está el caso de Francia, que en 2009 convirtió su colonia de Mayotte en un ‎departamento francés. Francia organizó en Mayotte un referéndum en violación de las ‎resoluciones 3291, 3385 y 31/4 de la Asamblea General de la ONU, que reafirman la unidad de las ‎islas Comores (oficialmente Unión de las Comoras) y prohíben expresamente la realización de ‎referéndums separados en dichas islas, lo cual incluye las tres islas de la Unión de las Comoras y ‎la colonia francesa de Mayotte. Francia violó esas resoluciones al organizar un referéndum en ‎Mayotte sólo para apartar ese territorio del proceso de descolonización… porque París tiene allí ‎una base naval y, sobre todo, una base militar dedicada a la intercepción de comunicaciones y a la ‎obtención de datos de inteligencia. ‎

Desde el punto de vista ruso, si fuesen reconocidos internacionalmente esos referéndums ‎pondrían fin a las hostilidades. Al rechazarlos, Occidente prolonga el conflicto. La intención es ‎poner en manos de Rusia el resto de la Novorossiya. Pero si Odesa vuelve a ser rusa, Moscú ‎tendrá que aceptar también la adhesión de Transnistria, territorio contiguo a la Federación Rusa. ‎Sólo que Transnistria no es ucraniana sino moldava –de ahí su actual denominación es República ‎Moldava del Dniéster. ‎

Rusia no quiere adoptar un territorio moldavo, que ciertamente tiene razones históricas para ‎proclamarse independiente. Tampoco ha aceptado adoptar a Osetia del Sur y Abjasia, territorios ‎que también tienen razones históricas para proclamarse independientes pero que son georgianos. ‎El hecho es que Moldavia y Georgia no han cometido crímenes comparables a los de la actual ‎Ucrania. ‎

Al terminar esta exposición podemos ver que ambas partes tienen reproches justificados que ‎hacer a la otra parte. Pero, aunque son justificados, esos reproches no son de la misma ‎envergadura.‎
Occidente dio su aval al golpe de Estado que se perpetró en Kiev en 2014, trató de detener la ‎subsiguiente masacre de civiles que se oponían al golpe pero finalmente permitió que los nacionalistas integristas continuaran la matanza y optaron por armar a Kiev en vez de obligarlo a ‎respetar los acuerdos de Minsk.‎
Por su parte, sin consultar a Kiev, Rusia construyó un puente que cierra el Mar de Azov. ‎

Sólo podrá preservarse la paz si ambos bandos reconocen sus errores. ‎

‎¿Seremos capaces de hacerlo?‎

https://www.voltairenet.org/article218090.html

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