La guerra en Ucrania se debe, únicamente, a la ignorancia de Occidente sobre lo que allí ha venido sucediendo así como a una serie de malentendidos y descuidos. Los occidentales, creyendo siempre que todo tiene que ser como ellos creen, son incapaces de ponerse en el lugar de sus interlocutores y se han equivocado constantemente. Al final, cuando las operaciones militares lleguen a su fin, una vez que los rusos hayan alcanzado los objetivos que habían anunciado desde el primer día, los occidentales se las arreglarán incluso para convencerse de que son ellos quienes han ganado la guerra. En definitiva, para las potencias occidentales lo único que cuenta no es salvar vidas humanas sino creerse que están “del lado correcto de la historia”.
Occidentales y rusos ven la guerra en Ucrania de manera diferente. La experiencia histórica de unos y otros les hace interpretar de manera diferente tanto las palabras como los acontecimientos. De hecho, ni siquiera buscan las mismas informaciones. Los dos bandos ya no tienen la misma percepción de la realidad. Esta sucesión de malos entendidos, e incluso de descuidos, es causa de una incomprensión que puede favorecer el estallido de un conflicto todavía mayor.
LOS BANDERISTAS
Los rusos y los occidentales lucharon juntos contra el fascismo. Pero no vivieron lo mismo y, debido a ello, no tienen el mismo recuerdo de la Segunda Guerra Mundial.
La prensa rusa no ve diferencias entre los banderistas y los nazis. Por eso recurre a la memoria colectiva sobre la «Gran Guerra Patria», el conflicto que Occidente denomina como la «Segunda Guerra Mundial».
Cuando Alemania invadió la Unión Soviética, en junio de 1941, esta última no estaba lista para la guerra. El choque fue desastroso. Stalin logró unir a su pueblo aliándose a la iglesia ortodoxa –a la que había combatido hasta entonces– y liberando a los opositores políticos que había encarcelado. La evocación actual de aquel momento histórico equivale a un compromiso de reconocer un lugar a todo aquel que se implica en la defensa de la Nación.
Los rusos ven a los banderistas/nazis contemporáneos como un peligro existencial contra su pueblo. Y tienen razón porque esos elementos, que se presentan como «nacionalistas ucranianos», consideran que «han nacido para erradicar a los “moscovitas”».
Eso convierte en inútiles todos los ataques occidentales contra la persona de Vladimir Putin. Para los opositores rusos, Putin ya no es el problema. Independientemente de que lo aprecien o lo detesten, el presidente Putin es ahora el jefe de la Nación, como lo fue Stalin a partir de junio de 1941.
Mientras tanto, la prensa occidental reconoce a los banderistas como nazis, pero lo hace para relativizar más fácilmente la importancia de esos elementos. En la memoria colectiva de los pueblos de Europa occidental, los nazis eran una amenaza… pero “sólo” para ciertas minorías. En un primer momento, los enfermos mentales, los viejos y los enfermos incurables y posteriormente los judíos y los romaníes (gitanos) se vieron marginados y condenados a “desaparecer” en los campos de concentración.
Pero en la memoria colectiva de los eslavos está fresco aún el recuerdo de los ejércitos hitlerianos que avanzaban arrasando uno a uno los poblados y aldeas que hallaban a su paso… sin dejar sobrevivientes.
Por esas razones, los europeos occidentales ven el nazismo con menos temor… aunque los anglosajones prefieren eliminar discretamente los símbolos que pueden traer a la actualidad los recuerdos sobre el nazismo.
Por ejemplo, a finales de mayo los consejeros británicos en propaganda y comunicación modificaron el emblema del regimiento ucraniano Azov, sustituyendo el Wolfsangel que enarbolaba esa formación ucraniana, calcado del emblema de la división Das Reich de las Waffen SS, por tres espadas dispuestas en forma de tridente, símbolo de la República Popular Ucraniana (1917-1921). De esa manera, eliminaron un emblema nazi sustituyéndolo por un emblema antibolchevique [1]. ¿Por qué? Porque los europeos occidentales confunden la Unión Soviética con Rusia… olvidando que la mayoría de los dirigentes soviéticos no eran rusos.
Los consejeros británicos en relaciones públicas y propaganda aseguran que los banderistas/nazis ucranianos son comparables a los nazis occidentales de hoy, o sea que no pasan de ser grupúsculos de fanáticos. No niegan su existencia… pero tratan de hacernos creer que son poco numerosos y que carecen de influencia. Incluso maquillan las huellas de la actividad parlamentaria y gubernamental de esos elementos, visibles desde que Ucrania se convirtió en un nuevo Estado, en 1991. También se esmeran en esconder los monumentos erigidos en todo el país en homenaje a los colaboradores ucranianos de la ocupación nazi, los banderistas originales hoy presentados como “nacionalistas”.
Desde 1991 y hasta inicios de 2014, los medios de prensa del mundo entero ignoraron el lento avance de los banderistas en Ucrania. Pero en febrero de 2014, durante el derrocamiento del presidente electo Viktor Yanukovich, los periodistas extranjeros que cubrían aquel hecho se asustaron ante el papel protagónico de las milicias de extrema derecha en las manifestaciones contra Yanukovich. Los medios del mundo entero divulgaron entonces imágenes sobre aquellos extraños “nacionalistas”… que enarbolaban cruces gamadas y otros símbolos nazis.
Pero la prensa occidental cesó bruscamente sus investigaciones un mes después, cuando la población de Crimea rechazó la llegada de aquellos extremistas al poder en Kiev y proclamó su independencia. ¿Por qué cesaron las investigaciones? Porque seguir hablando de la deriva ucraniana habría sido dar la razón a Rusia. A partir de entonces, y durante 8 años, ningún medio de prensa occidental investigó sobre, por ejemplo, las denuncias de secuestros y torturas a gran escala que se han producido en Ucrania. Los medios de prensa occidentales optaron deliberadamente por ignorar la verdadera calaña de los banderistas, así que ahora no pueden reconocer el papel político y militar de esos admiradores de los nazis en la Ucrania actual.
Esa ceguera se prolonga con la evolución del poder ucraniano durante la guerra. La prensa occidental opta por ignorar totalmente la dictadura instaurada en Ucrania –la confiscación de todos los medios de prensa por parte del Estado ucraniano, las detenciones de personalidades opositoras, la confiscación de los bienes de cualquier persona que se atreva a mencionar los crímenes históricos de los banderistas y los nazis, etc. Mientras tanto, la prensa rusa denuncia esa evolución y se lamenta de haber cerrado los ojos durante años.
Nosotros, en Red Voltaire, escribimos –aunque no a tiempo– sobre la historia de los banderistas, tema al que no se ha dedicado ningún libro, lo cual demuestra que nadie quiere ver esa evolución de Ucrania. Nuestro trabajo, publicado en una decena de idiomas, ha llegado finalmente a ser de conocimiento de numerosos responsables militares y diplomáticos occidentales, quienes ahora están presionando a sus gobiernos para que no sigan respaldando a esos enemigos de la humanidad.
LA CREDIBILIDAD DE LOS DIRIGENTES OCCIDENTALES Y LA DE LOS RESPONSABLES RUSOS
Hay dos maneras de evaluar la credibilidad de un dirigente: analizando sus buenas intenciones o los resultados que obtiene.
Los europeos occidentales, que se han puesto bajo la protección de Estados Unidos, están convencidos de que ya no son ellos quienes hacen la historia –sólo la sufren. Así que ya no necesitan dirigentes políticos como los del siglo pasado. De hecho, ya sólo eligen “gestores” o “administradores” que dicen estar llenos de buenas intenciones.
Los rusos, por el contrario, después de haber sufrido el derrumbe de su país durante la era de Boris Yeltsin, se han empeñado en restaurar su independencia y han acabado renunciando al liberalismo estadounidense, después de haber creído en él durante una década. Y para eso eligieron y reeligieron a Vladimir Putin, cuya eficacia han verificado. Rusia se abrió al extranjero a la vez que se hacía autosuficiente en numerosos sectores, incluyendo el de la producción de alimentos. Los rusos no ven las “sanciones” occidentales como “castigos”. Conscientes de que los países de la OTAN representan sólo un 12% de la humanidad, los rusos ven las “sanciones” como un acto con el cual Occidente se aísla del resto del mundo.
Independientemente de los regímenes políticos, los dirigentes civiles interesados en unir a su pueblo lo más ampliamente posible no recurren a la mentira para conservar la confianza de sus conciudadanos. Pero los dirigentes civiles que están al servicio de una minoría están obligados a mentir para no ser derrocados. Por su parte, los jefes militares –aunque tienen tendencia a confundir sus deseos con la realidad y, por consiguiente, a mentir en tiempos de paz– en tiempos de guerra se ven obligados a reconocer la realidad para poder ganar.
Los occidentales quedaron traumatizados por los atentados del 11 de septiembre de 2001 y también por la presentación del entonces secretario de Estado de Estados Unidos, el general Colin Powell, ante el Consejo de Seguridad de la ONU, el 5 de febrero de 2003.
Primero temblaron, el 11 de septiembre de 2001, viendo las personas que saltaban desde el World Trade Center en llamas y el derrumbe de las dos torres, antes de darse cuenta de que las explicaciones que les daban no eran creíbles. Se instaló entonces la desconfianza entre los ciudadanos y los dirigentes que fingían creer la increíble versión oficial [2].
Después, el 5 de febrero de 2003, creyeron lo que les decía un general porque partían del principio que un militar no podía mentir sobre un problema de seguridad de tanta gravedad –la cuestión de las «armas de destrucción masiva» de Saddam Hussein. Pero acabaron deprimiéndose cuando entendieron que aquel discurso del secretario de Estado Colin Powell era sólo una justificación inventada para derrocar un gobierno que se resistía a Estados Unidos y para apoderarse del petróleo y de los cuantiosos fondos de Irak. Es que aquel discurso del general-secretario de Estado [3] había sido redactado por políticos civiles, los straussianos [discípulos del filósofo Leo Strauss] del Office of Strategic Influence (OSI), algo que el propio Colin Powell confesó avergonzado mucho después. Aquella confianza injustificada costó más de un millón de vidas [4]. Resultado: desde 2003, los pueblos de Occidente ya no confían en la palabra de sus dirigentes, fenómeno algo menos marcado en Francia, el único país occidental que contradijo públicamente al general Powell.
Los rusos, por el contrario, ven la diferencia entre los dirigentes políticos que sólo siguen el discurso general y los responsables que defienden el interés colectivo. En los años 2000, los rusos creyeron en el discurso occidental, pensando que les traería libertad y prosperidad. Pero aquella esperanza se derrumbó cuando vieron como un grupo de renegados se apoderaba de la riqueza colectiva. Los rusos se volvieron entonces hacia los valores seguros: conciudadanos formados por el KGB… y preocupados por el interés general. Hoy viven con la esperanza de verse al fin liberados de lo que queda de aquel periodo de confusión, de los oligarcas que viven en el extranjero y de la burguesía globalista aún incrustada en Moscú y en San Petersburgo. Ven a los oligarcas como ladrones y se alegran de que sus bienes, ya perdidos para Rusia, les sean arrebatados por los occidentales. En cuanto a la burguesía globalista, los rusos no se apenan de ver huir a algunos de sus miembros.
Lo que perciben los rusos es que el presidente Putin y su equipo han logrado resolver el problema de la alimentación y volver a darles trabajo, que han reconstruido su ejército y que los protegen del resurgimiento del nazismo. Por supuesto, no todo es color de rosa… pero las cosas van mucho mejor desde que el presidente Putin y su equipo están al mando.
¿ES LA OTAN LA MAYOR ALIANZA MILITAR DEL MUNDO O UNA AMENAZA CONTRA RUSIA?
Para los europeos de Occidente, nacidos y criados en una región que vive como un protectorado estadounidense, la organización unipolar del mundo parecía algo natural. En 60 años nunca han vivido la guerra en su propio suelo y no entienden por qué el resto del mundo no quiere la Pax Americana.
Los rusos, por el contrario, sufrieron una caída brutal de su esperanza de vida, que disminuyó 20 años, cuando eligieron a Boris Yeltsin y sus consejeros estadounidenses. Además, vivieron dos guerras en la región rusa de Chechenia y los atentados islamistas que las acompañaron, en Beslan y en Moscú. Los banderistas ucranianos lucharon entonces junto a los yihadistas del Emirato Islámico de Ichkeria.
A los europeos occidentales no les importa que la OTAN haya tratado de eliminar físicamente al presidente Charles de Gaulle en Francia, ni que haya asesinado a Aldo Moro en Italia y organizado el golpe de Estado de los coroneles en Grecia [5]. Esos hechos los conocen sólo los especialistas y no aparecen en los manuales escolares. La OTAN es la mayor alianza militar de la historia y sus dimensiones teóricamente le garantizan la victoria.
Sin embargo, en los años 1990, la OTAN rechazó la eventual admisión de Rusia. La alianza atlántica se redefinió entonces no como una fuerza garante de estabilidad para el continente sino como un bloque antirruso, lo cual puede llegar a provocar una guerra en Europa.
Los occidentales reescriben la historia cuando afirman que nunca prometieron abstenerse de ampliar la OTAN hacia el este. Sin embargo, durante la reunificación alemana, el presidente francés Francois Mitterrand y el canciller alemán Helmut Kohl hicieron estipular en el Tratado Relativo al Arreglo Definitivo Sobre Alemania –firmado el 13 de octubre de 1990– que las cuatro potencias vencedoras del nazismo establecerían medidas de confianza en materia de armamento y de desarme para garantizar la paz en el continente de conformidad con los principios del Acta Final de Helsinki –firmada el 1º de agosto de 1975. Esos principios quedaron reafirmados en la Declaración de Estambul –la Carta Europea de Seguridad, firmada el 19 de noviembre de 1990– y en la Declaración de Astaná –firmada el 2 de diciembre de 2010. Esos documentos establecen:
el derecho de cada Estado a establecer las alianzas militares de su preferencia, así como
el deber de cada Estado de no adoptar medidas de seguridad que amenacen a sus vecinos.
Es por eso que Rusia nunca cuestionó la incorporación de los Estados del centro y del este de Europa al Tratado del Atlántico Norte. Y es también por eso que siempre denunció la instalación de fuerzas estadounidenses en esos países.
En otras palabras. Rusia no cuestiona la existencia de la OTAN sino su funcionamiento. Más claro aún, Rusia no se opone a que Ucrania, Finlandia o Suecia entren en esa alianza militar con Estados Unidos ni a que estén bajo la protección del Artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte pero rechaza que eso se traduzca en el despliegue de armamento estadounidense y de tropas de Estados Unidos en suelo de esos países.
Ni siquiera se trata de prevenir el lanzamiento de misiles desde su frontera terrestre –los submarinos siempre tendrían la posibilidad de acercarse a sus fronteras marítimas.
Lo que preocupa a Moscú es otra cosa. Al contrario de la mayoría de los Estados, la población de la Federación Rusa es relativamente escasa en relación con la gran extensión de su territorio, lo cual hace más difícil la defensa de sus fronteras. Desde la invasión napoleónica, en 1812, Rusia aprendió a defenderse utilizando precisamente su gran extensión territorial, dejando avanzar al invasor en suelo ruso, cortando después sus líneas de abastecimiento para que muriera de frío con la llegada del invierno. Esa estrategia llegó incluso a traducirse en el abandono de Moscú y el desplazamiento de la población rusa hacia el este. Pero esa estrategia deja de ser eficaz si el invasor dispone de bases de retaguardia en un país limítrofe con Rusia.
Esa estrategia es también fuente de malentendidos. Rusia no trata de tener una zona de influencia en Europa –como la Unión Soviética lidereada por el ucraniano Leonid Brezhnev. Tampoco tiene aspiraciones imperialistas, como sucedía con la Rusia zarista. Sólo trata de evitar que algún ejército de grandes proporciones pueda instalarse cerca de su territorio. Muchos “conocedores” de la política rusa califican erróneamente esa actitud de “paranoica”, aunque en realidad es resultado de una cuidadosa reflexión.
EL ARTE «OPERACIONAL»
La cinematografía bélica de Hollywood suele presentarnos iniciativas heroicas de individuos que logran cambiar el curso de una batalla. Pero los filmes de guerra rusos nos muestran héroes que se sacrifican para retrasar el avance del enemigo y dar tiempo a que la población se retire. Para los rusos la retirada no es vergonzosa si evita un baño de sangre.
Debido a esa visión propia, los militares eslavos han concebido lo que llaman el «arte operativo» o «arte operacional», a medio camino entre la estrategia y la táctica. No consiste en planear el despliegue de los ejércitos ni la dirección de una batalla sino en prever qué puede hacerse para entorpecer los movimientos del ejército enemigo y evitar la batalla. Los ejércitos occidentales también han tratado de desarrollar ese concepto pero sin lograrlo, porque no lo necesitan.
En el plano militar, la guerra en Ucrania puede resumirse de la siguiente manera. El objetivo –definido públicamente por el presidente Vladimir Putin– era «desarmar y desnazificar» Ucrania. En función de eso, el estado mayor ruso comenzó sembrando la confusión en el bando contrario para dedicarse a alcanzar su objetivo después de haber desorganizado el ejército ucraniano.
El estado mayor ruso atacó inicialmente a través de todas las fronteras posibles: desde Crimea, desde Rostov, desde Belgorod, desde Kursk y desde Bielorrusia. De esa manera, las fuerzas armadas ucranianas no sabían dónde concentrarse. En medio de ese aparente desorden ofensivo, las fuerzas rusas destruyeron las defensas antiaéreas ucranianas y avanzaron rápidamente sobre la central nuclear de Zaporijia –la más grande de Europa–, donde ocuparon las reservas ilegales de uranio y de plutonio allí almacenadas, y sobre varios biolaboratorios militares, donde destruyeron contenedores de agentes patógenos y otros tipos de armas biológicas [6]. También destruyeron las vías férreas cuando las potencias occidentales comenzaron los envíos de armamento a Ucrania. Luego iniciaron los combates contra el regimiento banderista Azov, acantonado en Mariupol. Finalmente comenzaron a barrer las zonas ocupadas por las tropas ucranianas en los oblast de Donetsk y Lugansk.
Pero en Occidente creyeron que los rusos querían tomar Kiev y arrestar al presidente Volodimir Zelenski –dos cosas que nunca estuvieron entre los objetivos de Rusia– y que iban a ocupar toda Ucrania –algo que los rusos no tienen ninguna intención de hacer. Así que los occidentales se equivocaron creyendo que los rusos habían emprendido una “guerra relámpago”.
Estados Unidos creyó que tenía que evitar una rápida caída del régimen de Kiev, cuando en realidad habría tenido que defender el material nuclear ilegalmente almacenado en Zaporijia. Luego creyó que tenía que defender Odesa y Lviv… mientras que los rusos tomaban Mariupol. Los rusos ejercieron su «arte operacional» alcanzando en tiempo record los objetivos que habían anunciado… mientras que los occidentales se vanaglorian de haberles impedido tomar objetivos imaginarios.
Los occidentales en general están tan erróneamente convencidos de su propia sapiencia que han sido incapaces de pensar como sus adversarios.
El Pentágono se equivocó tanto porque la mayoría de sus oficiales simplemente desconocen el trabajo de los straussianos incrustados en Washington: cómo estructuraron a los banderistas, los vínculos que mantienen con elementos de extrema derecha en numerosos ejércitos occidentales a través de la orden secreta conocida como Centuria [7] y sus programas secretos de armamento [8].
Political consultant, President-founder of the Réseau Voltaire (Voltaire Network). Latest work in English – Before Our Very Eyes, Fake Wars and Big Lies: From 9/11 to Donald Trump, Progressive Press, 2019.